Este cactus Opuntia de flor amarilla llegó a casa siendo una bebé. Estaba plantada en una maceta de barro tamaño miniatura, tenía de altura de lo que mide un dedo índice y la forma de una lengua estirada. Sus espinas eran tan finas y chiquitas que uno no sentía cuando se te clavaban en toda la mano, aunque después molestaban y tenías que encontrar la forma de quitártelas una por una.

No recuerdo cuando llegó, un día la compró mi mamá. Quizás hace unos meses o probablemente hace ya un año. Pero no vino sola, vino con su hermano, un cactus que sigue en su maceta miniatura sobre el zapatero, seco y pequeño como cuando llegó porque no pudo seguirle el ritmo a su hermana (quizás adoptiva) y por eso prefirió quedarse así como estaba.

Opuntia empezó a crecer de un día para otro, hasta que nos dimos cuenta de que ya se inclinaba porque el tamaño y cantidad de tierra de su maceta ya no eran suficiente, así que improvisadamente la trasplantamos a una lata de leche en polvo para bebés, su nueva casa.

Ahí creció a gusto. Se estiró todo lo que pudo y estaba creciendo feliz. Afuera, con todo el sol que quería a su disposición. Pero un día vino una tormenta sorpresiva y nadie se acordó de ella.

Me imagino que para Opuntia lo peor no fue la tormenta, sino que su nueva maceta improvisada de lata no tenía ni un solo agujero para filtrar su agua, porque nadie tuvo la consideración de ponerse en su lugar y abrirle un par de agujeros a la lata para que no se ahogara.

Me levanté una mañana y estaba inundada. Demasiada agua para la pobre Opuntia. Antes de darla por muerta decidí darle la oportunidad de que siga luchando para seguir viviendo. La subí a la terraza para que se secara con el calor impresionante del verano paraguayo que nos hace doler la cabeza a todos.

Después de eso me volví a olvidar de ella. Me subí muchas tardes seguidas a ver impresionantes atardeceres y a quitar fotos y ella sin embargo pasó totalmente desapercibida para mí.

Hoy fue diferente. Me subí y el cielo estaba de un celeste demasiado claro que parecía gris. No había nubes, no había cielo rojizo por la luz del sol, no había nada y el atardecer no daba para un foto. Así que dejé de mirar hacia arriba y miré hacia abajo para ver si podía encontrar algo que fotografiar antes de bajar. Y sorpresa, ella estaba ahí, lánguida pero florecida, y con una historia admirable que contar.


Opuntia luchó por no sé cuánto tiempo y sigue viva sorprendentemente. Sobrevivió la inundación solo con la ayuda del sol. Está languideciendo pero sin embargo está llena de espinas suficientemente grandes para evitar que se metan con ella, y con flor nueva, señal de que todavía tiene esperanzas de ser salvada y amada como cuando era bebé y era un objeto de decoración que causaba algo parecido a la ternura desde su pequeña maceta sobre una mantelito de ñandutí en una mesa de madera.

Miré en el interior de su flor y había unas cuantas hormigas husmeando alrededor. Opuntia está tirada, recostada por el techo porque su tamaño no le da la posibilidad de mantenerse erguida con su debilidad, pero ella sigue luchando desde abajo sin importarle las circunstancias, sin importarle que se olviden de ella, sin importarle que nadie esté a su lado para alentarla, sin importarle cuántas batallas más le quedan por delante.


Hoy Opuntia hizo que la mirara. Me llamó. Me acerqué y sentí pena y admiración al mismo tiempo y con la misma intensidad. Le prometí que esta va a ser su última noche en esa maceta improvisada porque mañana va a tener un nuevo hogar. Desde mañana va a tener toda la tierra que se merece, y va a tener compañía, y va a tener libertad. Tuna no se rinde y eso realmente es para imitar.

Este disparador forma parte del proyecto de escritura 30 días de escribirme del blog de escritura de Aniko Villalba. El proyecto consiste en escribir todos los días usando 1 disparador creativo por día durante un mes. 


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